lunes, 2 de febrero de 2015

Lo peor de todo es

Y perdí los papeles, el buen camino.
Perdí la vergüenza y medio sentido.
Y entré en la conciencia de la locura.


Con cierta ternura maté mis miedos
engrasé mi armadura y mi cerebro
y bebí en la fuente de la tristeza


Y pieza a pieza fabriqué mi mundo
asumí consecuencias y eché a rodar
entre flores risueñas del bien y del mal.



Lo peor no es tener que volver a pasar por este proceso, que ya conozco y aunque parezca la única opción no es agradable y lo considero anti-yo. Tampoco es tener que volver a pasar este necesario tiempo solo; de distancia; de no echar más leña al fuego. Ni es el esfuerzo por contenerme que voy a tener que hacer a diario.
No es el miedo a no saber salir del hoyo y que consuma mis fuerzas para todo lo demás. Lo peor tampoco es ir descubriendo y teniendo la certeza de que las sospechas se hacen realidad, que cada vez está más lejos y es más difícil que esto desemboque en donde yo quería. No es asumir que todo aquello que había montado en mi cabeza, y que tenía la sensación de que podía ser tan grande y salir tan bien, ahora se me escapa entre los dedos.
Tampoco la peor parte es volver a esperar a que aparezca alguien que realmente me remueva y me motive a ser alguien que me gusta más que quien soy ahora. Ni inevitablemente comparar cada vez que aparezca.
La peor parte no va a ser saltarme un poco mis normas para encontrar alivio en ser algo gamberro y levemente autodestructivo. “Perder los papeles” que dice el de Sínkope. (Nadie se preocupe, si luego me acojono).
Lo peor no va a ser digerirlo sin nadie cerca en quien pueda apoyarme y que sepa lanzar las palabras duras y oportunas desde un amor que tenga la certeza de que existe. Al menos no en persona. Al menos no lo creo por el momento. Ya se verá.
Lo peor de todo esto no va a ser no malinterpretar gestos otra vez, ni sensaciones, y cristalizar una amistad para que salga a flote basándola en la tristeza de lo que no ha sido. Ni luchar contra la sensación irracional, pero que está ahí y es devastadora, de que hace muchos años que nada de este plano me llega a satisfacer. Bien por mis actuaciones o bien por simple mala suerte. Aún no lo sé. Y eso me desquicia. Pero no es lo peor de todo.
Tampoco va a ser fácil hacerme a la idea de que tengo que comprender y entender las reacciones que los demás cuando ni siquiera tengo claro si se me entiende a mí. No me apetece y no va a ser fácil. Pero tampoco es lo peor de todo.
El miedo a no saber ser distante para protegerme sin ser desagradable tampoco es lo peor. Ni siquiera aceptar el consejo que tantas veces me han dado y que odio tanto por que vuelve todo mucho más feo: “No esperes nada de nadie”.
Lo peor no es asumir que unas veces se gana y otras se pierde, y que yo he vuelto a perder y que estoy cansado de perder los partidos que más me importan.
No. No es todo eso. Para todo eso creo que tengo fuerzas aún.
Lo peor es la sensación de no aprender nunca. De habérmelo olido, de haber visto el precipicio claramente y enorgullecerme de mi estupenda pericia en estas situaciones, que ha resultado no serlo tanto, y arrojarme a darme un ostiazo que era totalmente innecesario. Lo peor es tener la certeza de que dentro de unos años cuando revise este blog y me relea porque estoy triste seguramente sea por la misma causa. Lo peor es saber que la única palabra que define al que no aprende tras tantos palos es “idiota”. Lo peor es que no sé construir armaduras porque no me gusta y tener que darle la razón a los que se la ponen habitualmente. A veces es necesario. Aunque me joda.
Lo peor va a ser volver a quererme cuando me hago estas cosas.
Así que estas son las directrices. A partir de ahora, pieza a pieza.

lunes, 26 de enero de 2015

La hora bruja

La hora bruja me pilló en la calle. En el momento justo en que miraba el reloj las manecillas apuntaban al 12 y el segundero se alineó en el momento preciso en que miraba a la esfera. Como si de una brújula que me estuviese diciendo algo se tratase.
Y yo, que soy un romántico, escéptico solo en la fachada, miré al cielo buscando mi Estrella Polar para terminar encontrando al primer golpe de vista la constelación de Orión.
En ese momento Quique canta “polvo en el aire. Mi estrella fugaz, mi amiga” solo para mi.

La hora bruja me pilló en la calle, el cielo estaba claro como nunca y la guitarra acústica le ponía banda sonora a ese momento. Y tu... tu no estabas aquí.



domingo, 18 de enero de 2015

Mirada de daltónico


Los colores no existen, para ti al menos no existen en la realidad. Son un constructo que hemos inventado para poder describir una propiedad de los materiales. La longitud de onda con la que reflejan los rayos de sol que golpean contra ellos.
Seguro que hay máquinas en los laboratorios de física que miden con una precisión asombrosa el espectro de luz reflejado por un objeto. Seguro que esas máquinas se llama “espectómetros” u otro nombre parecido que asuste aún más que ese. Seguro que esas máquinas son capaces de definir a cuantos hertzios exactos debe vibrar la onda del rayo para poder considerar roja a esa nariz de payaso que aparece sistemáticamente en tus bolsillos, entre los instrumentos de música o entre los aparejos de tabaco que pueblan todas las mesas de esta casa. Roja, exactamente roja y no un poco marrón o un poco verde según sea la luz del sol o la bombilla cutre del pasillo la que la ilumine.
Y es que para mal o para bien tu no puedes ver las cosas del mismo color que los demás. A lo mejor por eso te has preocupado tanto por intentar entender lo que ven los demás. Quizá sea por eso que para ti, aunque no existan los colores y tu vara de medir funciona mal, justo por eso, los colores son importantes. Porque explican muchas cosas.
Explican por ejemplo que no diferenciarlos te hiciese encontrarte muy cómodo en esa hora mágica del crepúsculo. Cuando todo se baña de un naranja intenso y marca perfectas siluetas negras a contraluz, como si se tratase de un espectáculo de sombras chinescas que el mundo prepara solo para ti. Ese momento que a todos nos hace ponernos tiernos, románticos y sentimentales si se tiene la suerte de estar atento para observarlo.
Los siguientes minutos son aún mejores. Un filtro negro va aumentando y fundiendo el resto de los colores. Todos los confusos colores que llevan reinando durante todo el día comienzan a disiparse a medida que va desapareciendo la claridad latente en un extremo del cielo que todavía centellea en morados tenues mientras en el otro extremo del horizonte se muestra aquello que realmente nos envuelve en el universo; el color negro, la inmensidad, el infinito que tu pequeña cabeza no puede comprender. Y en ese momento te sientes pequeño, y solo y tienes la certeza de cual es tu lugar en el mundo.
La tierra, los árboles, las caras de las personas, edificios, bancos e los parques y macetas en las ventanas terminan todas pintadas del mismo color. Aunque estén iluminadas por las feas luces de las farolas de ciudad o por la clara luz de la luna en el campo.
Pardo dirán los demás, pero en realidad tu sabes que ese color que inunda el mundo es verde claro, metálico. El resultado de fundir plomo y echar una capa de ese tono a absolutamente todo aquello que se apoye en el suelo. Más claro o más oscuro, pero todo envuelto en ese tono metálico desgastado donde los colores diferentes no tienen cabida, donde los contornos furtivos de aquellos que aprovechan la oscuridad para esconderse te parecen tan claros.
Te acostumbraste tanto a ese tono de color que poco a poco y sin darte cuenta se lo fuiste aplicando al resto de tu vida. Los despuntes de color que te confunden, aquellas cosas que no comprendes porque eres muy torpe para medirlas, todos los intentos frustrados de poner en sintonía con alguien lo que se está viendo y la horrible y desagradable sensación de apuntar, elegir un objetivo, un color específico del patrón, un sabor o un reto que tenga un final concreto y terminar siempre dos o tres metros desviado hacia la izquierda o la derecha, dos o tres tonos por debajo del color que elegiste inicialmente, o en un lugar y con una ocupación que no querías. Lo siento, tu querías a la chica que brillaba de color rojo intenso y ahora cada vez que recuerdas tus errores sufres, lloras, gritas y pataleas porque en algún momento te pasaste varios metros y todo aquello ahora queda tras de ti. Ser daltónico y encima tener mala puntería es una putada.

¿Qué? ¿No lo entiendes? Imagina entonces que tienes un hijo de 5 años, o mejor, imagina que tú tienes 5 años. Mañana es el día de ir a la playa y justo delante del escaparate de la tienda está el cubo rojo, con su pala y su rastrillo. Y lo pides. No tienes paga, no tienes dinero ni medios propios para poder obtener el cubo. Lo único que puedes esperar es que tu madre, o la providencia, o qué se yo se apiaden de ti y te ayuden a conseguir tu cubo rojo. Finalmente sale tu madre de la tienda, lleva una bolsa con el ansiado regalo. Mañana va a ser un día de playa perfecto y empiezas a diseñar mentalmente el castillo de arena de color al pan tostado que vas a montar mientras desenvuelves frenéticamente lo que hay dentro de la bolsa... Unas putas palas de playa verdes. ¿En serio? Yo solo quería el cubo rojo...

Así que montaste tu propio crepúsculo para la vida. Ni una sola nota de color más en tu mundo interno. Nada que salga del verde metálico de plomo fundido en el que todo está controlado. No hay riesgos de elegir mal, de apuntar mal, frustrarse y sentirse la persona más torpe del mundo. Así la rutina es más llevadera y más rutina. Y al fin y al cabo te has manejado bien con ese sistema durante... mucho tiempo ya.

Y los meses fueron pasando y sumaron más de 18. Y apenas escribiste nada para recargar pilas. Y cada vez más solo ibas dejando pasar de largo a las personas que brillaban y que pasaban cerca, por miedo, porque no te apetecía descubrir de qué color estaban brillando encendidas. Y porque hasta tú mismo terminaste pintado de verde grisáceo y plomizo que no puede ni debe ofrecerse a nadie.

Yo que te conozco, y también aquella persona que sabe leer dentro de ti, te dijimos que necesitabas volver a encontrar a alguien que te entusiasmara como para que volvieras a pulir todas las cosas que llevas dentro y que puedes sacar. Todos los colores en los que puedes brillar.
(En realidad solo lo dijo ella, yo simplemente me he encargado de repetirlo porque llevaba razón)

Y de pronto, una carcajada desenredó y desmadró todo el asunto. Ésta brillaba en un tono rojo vivo e intenso, pero intenso intenso como hacía mucho que no veías brillar a nadie. Y entre risas, miradas, algún beso e ir descubriendo poco a poco, con detalles cotidianos y pequeñas confesiones cuando la noche raya el alba, el interior de la persona terminó coloreando todo lo que había a su alrededor sin que te dieses cuenta cuenta. ¡ Y vaya cuadro! Un sofá decadente, una ciudad sucia y olvidada, incluso los recuerdos de tu Madrid empezaron a contaminarse de COLOR.
Sabores sinestésicos en los detalles. Echarle sal a un día a día soso y gris... ¡No! ¡Espera! Gris no, verde, verde plomizo. ¡Y música! Música nueva y música vieja, y canciones que llegan al interior y que hacen brillar a las personas.

Así que allí estabas hace unos días. De nuevo con el cubo rojo delante del escaparate, sin mucho dinero y sin saber muy bien qué debes hacer para conseguirlo. Y con unas ganas increíbles de tenerlo entre tus manos para que haga de los próximos doce mil días otros doce mil cuadros más bonitos aún que los que ya has visto.
Esta vez tampoco hay nadie que te pueda ayudar a comprarlo así que decides que esta vez sí, que ya por fin te toca, y que esos nuevos días inundados en color que has vivido te han hecho más fuerte y capaz de conseguirlo.
    • Hola, buenas tardes. Me gusta mucho ese cubo rojo del escaparate- Dices mientras piensas para tus adentros que eres idiota y maldices haberte olvidado de asegurarle al tendero que no solo te gusta si no que quieres comprarlo, y que lo vas a cuidar muy bien y que no te importa que el cubo ya venga con una abolladura en un lado.
      • ¿Ese cubo verde? Vaya lo siento. No está en venta. Es el de exposición.

Enfundado en tu abrigo y contando las monedas de tu bolsillo sales a la calle frustrado y comienza el torrente de preguntas: “¿Ha dicho cubo verde?, está tonto, ¿No era rojo? A lo mejor se refería a otro cubo. ¿Y si vuelvo y le insisto? O entro y cuando no mire me lo llevo y ya está... No, tu no eres así.
A lo mejor es de muestra porque ya no funciona. O igual el tendero piensa que no soy suficiente para poder usar ese cubo en condiciones. Vale vuelvo y le demuestro que ese cubo tiene que ser mío. Aunque igual le sienta mal y me larga de la tienda por pesado, en cuyo caso me quedo sin el cubo seguro.
Igual lo que debería hacer es dejar,e de tonterías, crecer y olvidarme del cubo. Asumir que mañana no va a haber castillos de arena que merezcan la pena ser pintados de colores. Quizá en los tonos verdes metálicos me manejo mejor y no necesito que haya nada de colores pintando e iluminando mi vida. Al fin y al cabo nunca los he entendido bien y siempre acabo liándolo todo”

Mientras bajas la calle con el ceño fruncido y manteniendo una discusión mental contigo mismo, la conversación de una pareja más joven que tu te saca del ensimismamiento.
Son muy guapos. Van caminando despacio y muy juntos mientras sostienen una sudadera amarilla estirada sobre sus brazos. Y sonríen. Se sonríen el uno al otro con mucha intensidad, lo cual les hace parecer aún más guapos.
    • Pues yo creo que es más naranja que amarilla. Es curioso que tu y yo nunca acertamos con los colores que vemos en la ropa ¿verdad?
Vuelven a sonreír y de su duda cromática surge el beso. El beso que tu ya no vas a recibir.